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La Razón reseña los Cuentos completos de Roth

La Razón

Por Toni Montesinos

FUENTE: https://www.larazon.es/cultura/relatos-caida-imperio/20250302/1168962.html

Los relatos de la caída de un imperio

Se publican los cuentos completos de Joseph Roth, el autor austrohúngaro que presenció la caída de este imperio y que tuvo una vida funesta y autodestructiva.
Sin duda, no hubo mejor manera a nuestro alcance, para conocer a Joseph Roth, que el libro que publicó en 2014 la editorial Acantilado, «Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938)»: todas las cartas que se intercambiaron él mismo y su amigo Stefan Zweig. De este tenemos mil y una ediciones, pero de Roth, muerto en mayo de 1939 a los 45 años, consumido por el alcohol en París –adonde se había exiliado seis años antes, poco después de publicar la que él mismo sabía que era última novela, «La leyenda del santo bebedor»–, se necesitaba una luz biográfica que iluminara su oscura andadura desde dentro. Y no hay nada más íntimo que la correspondencia sincera, privada, a otro interlocutor en el que se deposita la confianza, malestar, miedo, problemática emocional y material.
Es esa correspondencia, Roth aparecía como quien fue –descarnado, susceptible, exhausto, al borde siempre del estallido postrero– al lado de un Zweig solidario, preocupado, leal pese a la tormentosa relación a la que lo obligaba su compatriota, que siempre atacaba para defenderse, siempre se lamentaba para mendigar, siempre describía su caída al abismo para pedir, ingenua e inconscientemente, alguien que le fuera a salvar de la ruina de su vida; en suma, viendo de continuo «por todas partes sufrimiento y muerte» (19-V-1930) y «al borde del suicidio» (13-VII-1934), él precisamente, un judío que vio cómo Europa se autodestruía a la vez que Hitler dominaba una Alemania donde ya no cabían libros como los suyos y los de Zweig.
Roth, desde su participación en la Primera Guerra Mundial, ya había empezado a autodestruirse bebiendo, por más que le dijera a su amigo que sólo ingería vino y siempre estaba sobrio; pero lo cierto es que la dependencia al alcohol se agravará cuando su mujer contraiga una esquizofrenia en 1928 que la llevará al manicomio (el padre de Roth había padecido locura, algo que el escritor temía haber heredado). Al cabo, la esposa sería asesinada de acuerdo a la «ley de eutanasia» dictada por el Tercer Reich para los enfermos mentales, y el resto de su familia perecería en el campo de Bergen-Belsen. Una existencia funesta, ciertamente, de la que hablará Zweig en su libro póstumo «El legado de Europa»: «No sólo el final de Ernst Toller fue un suicidio por asco a nuestro tiempo enloquecido, injusto e infame. También nuestro amigo Joseph Roth se aniquiló conscientemente a sí mismo impulsado por el mismo sentimiento de desesperación, sólo que en él esa autodestrucción fue todavía mucho más cruel por cuanto se desarrolló de un modo mucho más lento, porque fue una autodestrucción día tras día, hora tras horas y pieza tras pieza en una especie de autocombustión».
Hacemos tanto hincapié en Roth porque de él son el noventa por ciento de estas cartas, y sin embargo, Zweig cobra la misma importancia tanto por ser el centro de las quejas editoriales de su colega, siempre en torno a los contratos que él ve injustos, como por recibir peticiones de dinero o reproches por explicarse de una determinada manera o incluso tardar en responder. Roth señalaba sin complejos errores en las obras de Zweig, e incluso en su comportamiento, que tildaba de bondadoso pero ciego ante la interesada amistad de algunos, en une época marcada por trabajar hasta la extenuación para sobrevivir. Ese es el día a día de un Roth enfermo e histérico, y a la vez lúcido y crítico: «La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros», advierte en octubre de 1933. Y en medio, presidiéndolo todo, «escribir, escribir, escribir» (28-IX-1394), volcado todas las horas del día en obras con las que nunca ganará suficiente dinero, pues éste acaba en manos de demasiada gente a la que quiere enfermizamente mantener.
«Soy un infame», «Toda amistad conmigo se echa fácilmente a perder», «Ah, soy imbécil y juicioso a la vez, y esto me hace todavía más infeliz. (…) Me voy a pique», va gritando Roth. Y sin embargo, en aquella edición de Acantilado se decía que faltaban muchas cartas de Zweig a Roth porque este «apenas dispuso alguna vez de una vivienda propia, por lo que se comprende la pérdida de documentos». En este sentido, también es muy abundante y dispersa, y por lo tanto difícil de agrupar, su obra periodística, pues, como se dice en una nota inicial a sus «Cuentos completos» (traducción de Alberto Gordo) que acaban de salir a la luz, en su haber tiene más de mil quinientos artículos, «y la lista no deja de crecer, y una obra narrativa de considerable extensión, pero incomparablemente más manejable».
De esta manera, se han reunido sus cuentos cronológicamente: los diecinueve relatos breves que han llegado hasta nosotros del escritor austrohúngaro, entre los que se presentan varios inéditos en español («Mendel, el aguador», «Carrera», «La casa rica de enfrente»), todo de 1916 a 1939. El volumen da inicio con «El alumno aventajado», que fue su primer cuento publicado —sobre el hijo de un cartero, Anton, que «tenía el rostro de niño más peculiar del mundo»—, hasta su texto tal vez más conocido, «La leyenda del santo bebedor», que además acaba de aparecer individualmente en la editorial Acantilado: «Fue en la primavera del año 1934, caía la tarde, un señor de cierta edad descendía por los escalones de piedra de uno de los puentes del Sena hasta la orilla del río. Como casi todo el mundo sabe, aunque tampoco viene mal que aprovechemos la ocasión para recordarlo, es allí donde suelen dormir o, mejor dicho, acampar las personas sin hogar de París».
Este es el inicio del cuento, en que al indigente Andreas se le acerca un hombre desconocido que le propine prestarle doscientos francos con la condición de que salde su deuda, lo antes que pueda, donando el dinero a una iglesia. Al aceptar tal cosa, el vagabundo verá cómo se transforma su vida de manera milagrosa. Y es que casi siempre en la prosa de ficción de Roth destaca el protagonismo del ser marginal, o excéntrico, o diferente a todos, como ocurre en «El Leviatán», sobre un comerciante de corales ensimismado por su trabajo y la nostalgia que siente por el mar. Pero entonces entra el lado oscuro de la humanidad, sobre la que no tenía fe alguna el autor, como le dijo por carta a Zweig —en estos «Cuentos completos» hay uno titulado «Humanidad enferma»—, y al llegar otro comerciante de corales falsos, el protagonista se rebaja a comprar algunos y mezclarlos con los suyos.
Mención aparte merece «El busto del emperador», sobre el derrumbe del imperio austrohúngaro tras la Primera Guerra Mundial, que constituye uno de los grandes asuntos narrativos de Roth, en esta ocasión simbolizado por el busto referido que visualiza la pérdida de una patria y una cultura comunes. No en vano, el autor recreó la sociedad de su tiempo en otras historias como «Fresas», en que recreó parte de su infancia, en la localidad de Brody, situada entre el Imperio austrohúngaro y la Rusia zarista, con personajes como el judío adinerado que visita las tumbas de sus antepasados, el padre borracho, los traficantes de documentación falsa. Y algo parecido hizo en «El espejo ciego», en torno a una joven de la Viena de los años veinte que padece un entorno familiar asfixiante, con una madre controladora y un padre que ha regresado lisiado de la Gran Guerra, y que se casa por conveniencia con un hombre mayor, hasta que se cruza en su destino un revolucionario de su edad.
Con unos y otros relatos, Roth ponía en cuestión la vida diaria del Imperio, las consecuencias de la guerra, las convenciones sociales, en todo lo cual, como en este último ejemplo, cobra importancia la emoción del enamoramiento. Sucede asimismo en «Abril. La historia de un amor», que da inicio con un joven que en un tren descubre la mirada de una muchacha ante la que se queda embelesado. Por algo dijo una vez a su colega Benno Reifenberg: «Yo dibujo el rostro de la época». Y así quedará atestiguado no sólo a partir de la lectura de estos cuentos completos, sino por la adición de tres piezas de no ficción –una carta y dos artículos– en las que Roth reflexionó sobre su manera de entender la literatura.
En 1939, en Nueva York, adonde había emigrado huyendo del nazismo seis años antes, el dramaturgo y poeta alemán Ernst Toller se ahorcaba con el cordón de su bata, a los 45 años, en el cuarto de baño del hotel Mayflower. Su amigo Joseph Roth, al recibir la noticia, dijo: «¡Pobre Ernst Toller! Era un buen hombre. Pero un comunista no tiene el derecho a ahorcarse. […] Suicidarme es algo que yo sólo haría si estuviera ante el peligro de caer en manos de los bestias. […] Cuando alguien se mata para no caer en manos de los bestias, eso no es autodestrucción. Esa es la última salida a la libertad que le queda a uno. Esa es la verdadera muerte libre». Y sin embargo, él llevó a cabo una suerte de suicidio lento dada su adicción al alcohol, en una época marcada por el nazismo. De hecho, Soma Morgenstern, en «Huida y fin de Joseph Roth» (editorial Pre-Textos, 2008), aparte del de Zweig, se ven suicidios como el del doctor y escritor de artículos y folletines Josef Löbel, quien se quitó la vida junto a su mujer en 1938 cuando ambos huían a Praga.

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