Queridos
ayer estuvimos con Javier Tomeo en Quicena. Fue una despedida entrañable, presidida por la imponente visión del castillo de Monte Aragón. Familiares. Amigos. Y las palabras de Luis Alegre, Cristina Grande e Ismael Grasa se escucharon con la misma fuerza que se mezclaban las notas de un violín y violonchelo con la tierra removida por cuatro hombres de aliento entrecortado. El resto fue silencio. Y muchos recuerdos.
Os reproducimos el texto publicado en El País en el que Medardo Fraile y Javier Tomeo charlarán de una forma natural.
[«El esqueleto de Javier Tomeo», El País, 28 de junio de 2013 –o aquí-]
EL ESQUELETO DE JAVIER TOMEO
Hace unos meses se fue un grande del cuento, Medardo Fraile. Ayer lo hizo Javier Tomeo, en Barcelona. No puedo evitar unirlos en sus diferencias, en sus poéticas distintas, en sus concepciones contrapuestas y más básicas de lo literario. Y unirlos en ese espacio transversal, al margen, en una especie de nomadismo coherente, de lucha a contracorriente. Dos autores y una misma actitud.
Tuve la suerte de leer las novelas y los cuentos de Javier Tomeo hace muchos años. Su trayectoria en Anagrama primero y su presencia en distintas editoriales independientes después permitieron forjar el proyecto de sus Cuentos completos (2012) a cargo del escritor Daniel Gascón. En sus cuentos, en toda su obra, se contemplan los porqués de que Javier Tomeo afirmara no parecerse a sus colegas: él hacía años que había optado por un camino distinto al realismo que imperaba en nuestras letras. Como diría Félix Romeo, su obra estaba “situada en la periferia”. Su opción, su camino, su rareza, una literatura del absurdo mordaz y arriesgada, poblada de “automatismos psíquicos”, escrita a impulsos, a cortocircuitos, con la voz de la pasión dictando, con un esquema claro de la situación dramática (no es de extrañar la espléndida acogida teatral a sus textos). Nos dejamos avasallar, cautivar por lo monstruoso, lo animal, lo inaudito de sus páginas. Y surgen aquí y allá personajes imaginados de modo desbordante a los que llamamos gallitigres, personajes audaces, personajes que nos llevan a la obsesión, personajes dibujados (literalmente), personajes atom(e)izados. Una literatura en la que hay huellas de sus estudios sobre criminología y ecos del la socarronería aragonesa. Un bagaje de altura para un autor grande que le ha permitido como a pocos explorar de forma intuitiva e irrepetible ese territorio llamado hombre. El hombre sometido, el hombre deforme, el hombre incomunicado. El hombre que acaba siendo hueso y añora su corazón.
Ahora, sí, me gusta pensar en su diálogo, incluido en Historias mínimas, de dos esqueletos que conversan desde la muerte y quiero pensar que Medardo Fraile y Javier Tomeo harán otro tanto. Al margen. Con media sonrisa esbozada. De carnes y corazones sabían lo suyo.